En San Pablo –Brasil–, en manos de su abuela, que se comía las uñas afuera de la sala de parto, lo esperaban los primeros guantes que usaría en su vida. Unos mitones de algodón, color blanco, de cinco centímetros de largo. “Nació con las manos en alto”, le diría el médico a su madre unas horas después. Nació cortándole un centro a la vida, y el premio que encontró entre sus guantes recién puestos en sus pequeñas y arrugadas manos no fue un balón en el aire, sino los brazos tibios de su madre y unos besos tan cargados de sentimiento que solo volvería a sentir cuando le tocó a él sostener a su primer retoño. ¿Cómo no enamorarse de cortar centros luego de semejante premio? Meses después sería su propia madre quien le presentaría su primer arco, tenía maderos blancos, pero no tres, sino más de veinte. Entró parado, lucía unos guantes negros esta vez, acto seguido apoyó ambas rodillas hincándose en el pequeño colchón, manos enguantadas abajo. Estaba cerca del año de vida, aprendiendo a mantenerse en pie, y había hecho “la de Dios” por primera vez en su primera portería, su cuna. Guantes tiernos, guantes de mejillas ruborizadas, guantes que se abrían paso en este mundo.
Ya en Chile, en Limache, se sacaría los guantes de hilo y algodón, para dar paso a los de espuma y látex acolchados que usa hasta el día de hoy. En los pastos limachinos todos los niños corrían atrás de la pelota, jugaban fútbol para divertirse y sentirse en compañía de sus pares, ¿cómo le explicas esto a un arquero? ¿Cómo hacerle entender a un niño que su compañía gran parte del partido serán tres postes? Pero si no le temes a un disparo “a boca de jarro”, cara a cara con el ariete, ¿cómo temerle a la soledad? Si hasta se entusiasmaba con la idea. Le parecía distinto el poder estar a solas por largos minutos y que de pronto un sicario defendiendo otros colores pueda quedar enfrente de él, mano a mano, con un fusil con solo una munición, dejándole paso a sus guantes para evitar la muerte, para seguir respirando. Quizás de ahí también viene su talento en los penales. Un penal, el único momento en el fútbol donde la contienda es uno contra uno, el arquero teniendo solo a sus guantes y a su pórtico de compañía, lo más parecido a batirse a duelo.
Así fueron pasando los años, fue creciendo, y los guantes junto a él. Fueron guantes rasgados, cuando le tocó zambullirse en busca de la de cuero en cancha de tierra; guantes ensangrentados, cuando la contra se burló en su cara de los cuatro balones que inflaron sus redes en una tarde para el olvido –o para no olvidar nunca más–, guantes colmados de barrio; guantes delatores, aquella vez que luego de ser la figura de los 90’, decidió regalarle un guante a una chiquilla que cada vez que veía respiraba más acelerado que luego de un partido, lástima que había una segunda señorita que irrumpía en sus sueños las veces en las que no soñaba con la primera, ni con dar la vuelta en Playa Ancha, a quien le regaló el guante que completaba el par. Una semana después, ambas se encontraron, guante en mano, en el entrenamiento del equipo viendo al susodicho. Nunca más supo de sus enamoradas, y se daría cuenta por qué cada vez que entra un segundo balón a la cancha se detiene el juego.
Guantes de carácter y de locura, como todo portero debe ser, guantes que alzan la voz; guantes incomprendidos, más de alguna vez; guantes llenos de orgullo, cuando pasó de Municipal Limache al club de sus amores, Santiago Wanderers de Valparaíso, donde se convirtió en hombre, en capitán, en líder y referente. Los guantes que defienden nuestra portería y que sienten nuestros colores tal como nosotros. Los guantes que nos dieron el paso a la final de la liguilla por el sueño sudamericano, guantes que se golpean el pecho y apuntan al cielo. Guantes que el domingo en Rancagua espero que dejen una vez más nuestra valla en cero. Los guantes del Mauro. Nuestros guantes.
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