No puedo decir que siempre fui wanderino. Del mismo modo, tampoco puedo decir que me hice wanderino. Es muy difícil poder explicarlo, seguramente ninguno de quienes sienten esta camiseta se ha “convertido” o ha elegido la posibilidad de ser de Wanderers. Tal vez, y probablemente esté errado, pero para mí, ser wanderino tiene una implicancia existencial.
Escrito por Gino Bailey
No puedo decir que siempre fui wanderino. Del mismo modo, tampoco puedo decir que me hice wanderino. Es muy difícil poder explicarlo, seguramente ninguno de quienes sienten esta camiseta se ha “convertido” o ha elegido la posibilidad de ser de Wanderers. Tal vez, y probablemente esté errado, pero para mí, ser wanderino tiene una implicancia existencial.
Un complejo de lugares, de historial, familia y de una ciudad que lo llevan consigo a todas partes, excediendo, por cierto, los 90 minutos. La llegada al estadio, perder o ganar, encender la radio, buscar una noticia en algún medio, o simplemente sentirse en la disputa eterna e insoslayable de estar enfrentado siempre a una ciudad como Santiago.
Recuerdo aquel medallón de bronce en la casa de mi abuelo, donde figuraban dos estrellas junto a una estridente figura en forma de banderín cuya finalización con el verde, formaban una W. Era una W blanca cobre y verde de fondo. Por aquel entonces, aquella humilde imagen pasó a ser parte del cotidiano de niñez inconsciente, de ver cómo pendía junto a otra añeja foto de Allende recortada de algún diario, que por lo demás un niño no podía identificar con claridad.
En mi familia jamás se habló de fútbol para hablar de Wanderers. Siempre estuvo ahí, en cada almuerzo, en cada once, como si la apreciación cultural en materia, se hubiera naturalizado, excediendo al deporte. Mi tía por ejemplo, siempre la escuché decir ser wanderina, y aunque gustaba ver fútbol – con frecuencia el internacional- no estaba interesada por lo que ocurriera en la liga nacional, salvo por Wanderers. Le bastaba ir a su trabajo, como cualquier otro de los escasos trabajos que quedan en Valparaíso, para ser de Wanderers. En su oficina, todos atentos a la displicente mirada de “La estrella”, pero que se transformaba en algo más que figurativo y preciado cuando allí estaba Wanderers.
No recuerdo tampoco a mi abuelo haber llevado una camiseta, ser un fanático del fútbol, más que por las historias que siempre contaba; “robos descriteriados que le hacían a Wanderers en Playa ancha” , “ árbitros que viajaban en el mismo tren con los jugadores desde Santiago”, “el eterno centralismo con el cual los equipos de provincia han tenido que lidiar” y más de alguna trifulca de wanderinos, quebrando botellas y esperando fuera del estadio a los árbitros en algún polémico campeonato que terminó ganando la U. Desde ese momento- en sus palabras- “se aburrió” de ir al estadio aludiendo a un “para qué” ir a ver cómo le roban a Wanderers. Vaya a saber uno si es razonable o no, justo o no, pero al menos yo no cuestionaría ni su fidelidad, ni su estrecha vinculación como porteño con el club.
Insisto, nunca fue necesario verlo hablar de más o que tuviera puesta una camiseta, y al parecer esto es clave para entender a Wanderers. Un equipo de fútbol que debido a su rico contenido cultural, el último termina por sobrepasar al deporte, convirtiéndose en un club, que tal vez para nuestro contexto, podría ser sólo equiparable a un Arturo Fernández Vial o Magallanes. Dos clubes, que con el respeto que se merecen, no pudieron mantener la mística a través del tiempo.
En cambio, Wanderers en estos 119 años está de pié, y quienes lo demuestran, no son sus administradores o concesionarios, – que de Wanderers sabe bien poco- sino su gente, la que ha sabido, en la medida de lo posible, poner la mira sobre una concesionaria para que ésta no termine acabando con el club.
Así, de este modo, creo que me hice wanderino la primera vez que fui al Estadio Playa Ancha – hoy Chiledeportes- Aquella vez, no se si era el año 1993 o 1992, pero recuerdo que jugaba el “pistola Flores” y que en contra teníamos a Colo-Colo, me había llevado mi primo. En ese entonces, no había organización de una barra como la de hoy, ni bronces, ni bombos, pero sí pude percibir aquella atmósfera que jamás ha podido desarraigarse del estadio. Esa del viento fresco, una extraña sensación de nerviosismo silencioso colectivo, y alguna que otra persona que cada un minuto se levanta a exigir más… más y más. Una exigencia que es demanda de protagonismo y sangre, pero sólo eso y nada más.
Ese ambiente que me acogió, jamás pudo desaparecer de mi memoria. Lo extraño era que nunca me sentí ajeno a ello, como quien entra a su casa sin que ésta lo sea. Nunca supe si me había hecho wanderino aquella vez, o si era como estar en la casa de mis abuelos. Nunca tuve clara la distinción entre ser y hacerse wanderino, posiblemente, porque uno existe simplemente como wanderino.
Pero para existir, hay que respirar, sentir y acostumbrarse a lugares, ambientes sin percatarse que ahí está presente el club. Una extraña mezcla de orgullo y sensación única que jamás un hincha de Colo-Colo, Universidad de Chile o Universidad Católica podrán experimentar. Porque es eso. Quién es de Wanderers es, y quién no , sufre del despojo de estar supeditado sólo a los 90 minutos, sólo a la victoria o derrota, sólo a las paredes encasilladas de un equipo, que jamás entrará en el universo “del honor y el valor” , de la vida mágica, o mejor dicho: de la Wanderinidad.
Felices 119 años Santiago Wanderers de Valparaíso, a su hinchada, a su ciudad.
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