El título de la Liga de Campeones ganado por Inter de Milán hace necesaria una reflexión, porque el equipo de José Mourinho revalidó la eficacia y funcionalidad del clásico “catennacio” en su estilo más puro, imponiéndose a esquemas más llamativos y alegres a los ojos del espectador.
Fue un duro golpe para los apóstoles del juego bonito, que se quedan sin argumentos para fundamentar sus posturas y para peor, reciben el mote de “románticos” en su sentido más peyorativo y el ninguneo de sus ideas, nociones y actitudes que a la luz de la modernidad parecen obsoletas.
Más irritante resulta cuando el director de la nueva orquesta abusa de la natural hinchazón de pecho y fanfarronería tras salirse con la suya, pese a los muchos detractores, que llaman “escuela oscura” a este modo de ver el juego, marginándolo de la discusión y subyugándolo sólo por un asunto ideológico.
Entonces, Mourinho se erige como una especie de libertador, justiciero y vengador del entendimiento de este deporte como la consecución de los tres puntos, privando de importancia a la búsqueda del “fútbol espectáculo” teniendo como axioma que el público disfruta más ganar que un buen show sin resultados positivos.
Se hace fácil y sabrosa esta reivindicación, luego de sufrir con la gambeta y el pique corto, de las mofas cuando un zaguero tronco era incapaz de frenar los regates de los talentosos y endiosando a figuras como Lionel Messi, Ronaldo y Robinho, y menospreciando la efectividad sin mayores artificios de un Diego Milito. Los “otros” esperaron su momento y llegó.
La primera gran lección que este asunto nos deja es que cualquier corriente futbolística impecablemente ejecutada puede potencialmente llevar al triunfo, fin último de cualquier deporte que se precie de competitivo. El totalitarismo de la única estética posible llegó a su fin, surgiendo otras bellezas, que conviven, dialogan y pueden nutrirse mutuamente sin caer en la polarización.
El éxito de Inter de Milán y su forma de entender el juego no constituyen en ningún caso el golpe definitivo a otros modos de ver y sentir el fútbol, sino más bien, la demostración fáctica de que todas estas visiones pueden coexistir temporal y espacialmente unas con otras, alternándose gloria y debacle entre ellas, como ha sido durante toda la historia del deporte del balón.
Deberán entonces venir nuevos estudiosos, tendrán que revisarse las bases y renovarse los argumentos y habrá que experimentar nuevas fórmulas si se quiere destronar al nuevo monarca. Por mientras, los amantes del buen trato de balón sequen sus lágrimas y no desechen sus creencias, que no todo está perdido. Al contrario, con esta alternancia en la hegemonía ideológica se enriquecen las viejas teorías y se eleva el nivel y la exigencia del juego. Total, al fin y al cabo, esto es lo sabroso del fútbol.
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