Luego de presenciar ese frustrante empate a 1 ante Audax en un repleto Estadio Playancha, donde pese a llegar temprano me tuve que resignar con ver el partido pegado a la reja junto a mi padre, todas mis intenciones estaban en viajar a Osorno a ver como Wanderers se salvaba de caer a segunda división. Pero mi edad y la plata conjuraban en mi contra, así que la única opción era recurrir a verlo por Sky a algún boliche.

A diferencia de ahora los locales con transmisión de fútbol no abundaban, así que partimos con mi padre en búsqueda de uno. Vestido con mi camiseta desde temprano, y con todas mis ilusiones puestas en la permanencia llegué a un local que al principio estaba vacío.

Comenzaba en Osorno, y el sueño parecía hacerse realidad: Wanderers lo ganaba 1-0 y se quedaba en primera. Pero vendrían los dos goles de Ítalo Díaz (su nombre nunca más se me olvidó) y dejarían a Wanderers en desventaja por 2-1 al final del primer tiempo.

Yo, con los nervios destrozados, aún me aferraba a la ilusión de que lo dábamos vuelta, pero a los 7 minutos vino el balde de agua fría: El tercero de Osorno. Y en lo personal, mis primeras lágrimas por el Decano. Confieso que comencé a llorar desde ese minuto, y ni el descuento de Gómez logró detener mi llanto, el que se hizo aún más profundo al ver ese mismo llanto en quienes sí habían viajado, y en los propios jugadores; siendo una de las imágenes más emblemáticas la de Moisés Villaroel destruido en el pasto de Parque Schott.

El ambiente dentro del local era de fiesta, porque la mayoría de los parroquianos venía a ver a Colo-Colo salir campeón ante Iquique, y aunque más de alguno se conmovió con mi llanto, y me dio ánimos, ese ambiente de contraste no hizo más que profundizar mi amargura.  El camino a mi casa fue eterno y estuvo acompañado durante todo el trayecto por mis lágrimas y sollozos. Me sentía destrozado, como ante la muerte de un familiar, y con los sueños de grandeza destruidos.

Cuando por fin llegamos, sólo atiné a encerrarme a mi pieza a seguir llorando esta primera desilusión.

A los pocos minutos entra mi padre y me dice “ya, ya, basta de llorar, esto es Wanderers, así es ser wanderino”. “Así como lo vimos caer, nosotros vamos a acompañar a este equipo y lo vamos a devolver a primera yendo a todos los partidos”, me prometió.  Y cumplió con su promesa. No fallamos a ningún partido esa temporada, devolvimos al equipo a primera, y yo aprendí todo lo que conlleva ser wanderino, dándome cuenta que este amor es eterno e incondicional.

Por Raúl Pérez Salas
www.twitter.com/raulperezsalas

Dedicado a mi padre, Ismael Pérez Jamett, en agradecimiento a la mayor y mejor herencia que me ha dado en vida